El NEGOCIO DE MI PADRE CON EL RABINO
Hace ya muchos años, me imagino que a principio de los años 70, el rabino Rosenbaum llamó a mi padre para plantearle la posibilidad de hacer un negocio. Me imagino que debía ser a principio de Pésaj celebración que conmemora la salida del pueblo judío de Egipto, relatada en el libro bíblico del Éxodo.
Me imagino que debía ser esta época por cuanto una amiga y excompañera de la universidad, y su esposo, me informaron que por estas fechas se realiza una venta simbólica para no tener ningún tipo de levadura en casa. Y es que en esta festividad que dura siete días (ocho en la diáspora), está prohibida la ingestión de alimentos fermentados y derivados de la harina, llamados en hebreo Jametz (חמץ) (la raíz de la palabra indica "fermentación"). En su lugar, durante la festividad se acostumbra a comer Matzá o pan ácimo.
De tal manera que estimo que fue por esta época que el rabino se comunicó con mi padre para preguntarle si estaba dispuesto a hacer un negocio con él. Mi padre se extrañó de semejante planteamiento pues no imaginaba al rabino en plan de negociante, pero le dijo que expusiese en qué consistía.
El rabino lo planteó de manera sencilla: él le vendía a mi padre todas sus propiedades por una cantidad de dinero y luego el rabino las volvería a comprar tras pasar las fiestas. Bien. Establecieron la cantidad del “negocio” y ambos firmaron un papel contractual por dicha compraventa. Mi padre entregó, como estaba establecido, el dinero de la compra de dichas propiedades.
Cuando pasaron las fiestas de nuevo el rabino llamó a mi padre para comprar nuevamente sus propiedades. Muy bien. De nuevo pasaron a firmar el contrato, pero en esta ocasión el rabino le dio a mi padre el doble de dinero que había recibido. ¡No! Dijo mi padre. Lo mismo que él había dado ¿no? ¡Oh no!, replicó el rabino: entonces ya no era negocio. El guía espiritual de la sinagoga de la pequeña comunidad askenazí explicó a mi padre que para que fuese negocio tenía que ser como él lo planteaba. Y la idea era que la compraventa debía ser negocio. Bueno, si las reglas eran así…mi padre cogió el dinero y cuando llegó a casa nos contó lo que para él era una anécdota singular.
El caso es que el rabino llamó a mi padre al siguiente año para realizar el negocio y al siguiente… obteniendo de esta manera mi padre un dinero que él consideraba regalado y año tras año realizaron los dos hombres el negocio por las mismas fechas.
Pasó el tiempo y estando yo casada, ya con hijos, viviendo fuera de Venezuela, cuando hablaba con mis padres y preguntaba por todos los conocidos, hacía un repaso por las familias de la comunidad askenazí. Mi madre era la encargada de darme las noticias: la hija de Judith ya se había casado y la Rebes (nombre por el cual se conocía a la esposa del rabino) ya era abuela. Sara Morgensten falleció, no sabía mi madre de qué enfermedad y su padre lo hizo años más tarde. Se habían encontrado con… (siempre era alguien distinto)y habían preguntado cómo estaba yo y mi madre me contaba las noticias que sobre mi persona les daba. E invariablemente mi padre decía: ¡y yo sigo haciendo el negocio con el rabino! ¿Qué me dice? ¿Todavía?, le replicaba yo. Sí, todavía, contestaba. ¿Por la misma cantidad?, pregunté en una ocasión. ¡No! La inflación afecta a todo y a eso también, me respondió divertido mi padre y añadía: ¡fíjate como sigo ganando un dinero todos los años a lo tonto!
Con el paso del tiempo supe que el propio rabino preguntó a algún conocido por mi paradero. Creo que ver envejecer a mis padres lejos y no verme cerca de ellos le debía parecer preocupante. Esa fue la lectura que hice cuando me lo contaron. Lo último que supe es que el rabino se enfermó gravemente y finalmente se vio obligado a alejarse de su rebaño. Se fueron con sus hijos para Estados Unidos. En el aparcamiento de la sinagoga quedó su coche negro (en 40 años sólo cambió de coche dos veces, y siempre fue del mismo color) y hoy en día me dicen que la pequeña sinagoga sirve de residencia de día para personas de la tercera edad de la misma comunidad askenazí. Pero ya no hay rabino.
De esta manera, terminó el negocio de mi padre con el rabino: tras cerca de cuarenta años. Sólo la edad, la enfermedad y la distancia interrumpieron esa relación. Ya ni siquiera puedo preguntar: ¿sigue la señora Ana subiendo por la avenida Ávila rumbo a la sinagoga? Porque ya la señora Ana, como muchos otros de la comunidad, no realiza ese trayecto que año tras año, de forma invariable, realizaba los viernes por la tarde y los sábados. Cuando voy a Caracas veo a los mayores que van quedando en la urbanización hasta que un día no les queda más remedio que irse con sus hijos, normalmente residenciados en el extranjero. Solo el carrito de helados, con su campana repiqueteando, sigue causando la falsa sensación de que nada ha cambiado. Pero aquellos tiempos se alejan inexorablemente para no volver.